El fútbol, como la vida misma, es un juego de incertidumbres. Nada es seguro. Aunque es más simple lo de fútbol, que de reduce a tres posibles resultados y a una forma de vivir, o bueno, de jugar. Más allá de lo que significa el deporte, la vida es mucho más compleja, y a veces, cuando ingenuamente creemos que se reduce solo a la pelota, sufrimos demasiado sin necesidad, creo. Eso nos pasa con la Selección. Perdió con Venezuela y el drama fue total.
Tal vez sea esa forma tan colombiana de asumir la frustración como algo absoluto, sin matices, lo que no nos permite ver más allá del resultado. Tal vez sea esa sociedad culpógena que somos la que no nos da para buscar explicaciones racionales a la derrota.
Colombia perdió porque le faltó ritmo, porque no tuvo definición, porque su circuito de generación de fútbol no se conectó, porque cayó en el juego de choque que propuso Venezuela al principio, porque le faltó liderazgo, porque hay jugadores sin ritmo de competencia, por muchas otras cosas, y sobre todo porque Venezuela fue muy superior. Muy superior. Ellos también trabajan, ellos también juegan.
Ojalá ya haya pasado el guayabo. Ojalá ya no sigamos buscando culpables. No podemos quedarnos ahí. Como en la vida, hay que levantarse y seguir. Hay que decir: lección aprendida. Se perdió uno. Ahora quedan dos. Toca levantarse ante Brasil, y si no se puede, pues toca pensar en una buena eliminatoria. La frustración siempre es temporal.
Creo que Es el frío de Santiago, o la lejanía del hogar lo que lo pone a uno reflexivo, filosófico y hasta trascendental. Aún perdiendo con Venezuela, la vida sigue. Como dijo alguna vez el profesor Maturana: hoy los pajaritos vuelven a cantar.