Hay intangibles en las organizaciones con un valor incalculable, que no pueden arriesgarse por ninguna circunstancia. La reputación es uno de ellos. En palabras muy sencillas, y me perdonarán los expertos el abuso de síntesis, puede definirse como "aquello que la gente piensa de una organización"; o más sencillo aún: "la famita que van teniendo". El Junior de Barranquilla es una de las organizaciones deportivas que uno puede referenciar como mal reputadas en el contexto nuestro.
El de esta semana con Pachequito y Quiñónez como protagonistas fue un escándalo que aportó a que el equipo barranquillero alimentara en el imaginario nacional una idea de equipo desorganizado, conflictivo y mal administrado. La pelea, ya muy comentada, fue un hecho lamentable; pero más lamentable aún fue el silencio administrativo inicial y la actitud del equipo ante el hecho.
Que un jugador se salga de casillas en una cancha es un asunto cotidiano en el fútbol, y aunque no deja de ser censurable, la condición humana en una actividad tan emocional y en una disciplina deportiva de contacto, choque y fricción permite entenderlo, y a veces hasta justificarlo. En esos casos, la crítica cae en el individuo y los clubes no se ven tan afectados en su reputación pues son acciones en el terreno, donde las críticas recaen generalmente sobre el individuo.
Ahora, cuando los hechos censurables ocurren por fuera de la cancha, como en el caso del Junior esta semana, el tema se vuelve totalmente institucional. Así sean acciones de los individuos, un jugador y un asistente técnico en este caso, la crítica no recae en ellos sino en el club. La razón es elemental: por fuera de la cancha, los jugadores adquieren un rol de representación, se vuelven imagen del club para el que juegan y pocas veces son mirados como personas; son la proyección de la institución a donde vayan. Con la pelea de esta semana, el que perdió fue el Junior. Y no solo por la pelea, sino con la reacción del club ante el incidente.
El fútbol es un negocio bien particular. El gran capital de las instituciones son los jugadores. Cuando brillan en las canchas, se valorizan; pero cuando se equivocan por fuera de ellas son protegidos y hasta alcahueteados. Asunto de dinero, protección del capital. De allí las decisiones tibias y el silencio cómplice asumido muchas veces por los clubes profesionales en estos casos. Entendible, pero no compartible. Ese capital tangible nunca tendrá el significativo valor que tienen los intangibles, como la reputación, así a simple vista no lo parezca.
Le pasó a Junior, y fue asunto de puños entre los miembros de la institución. El club quedó mal. Hoy por hoy, su reputación está por el piso. No supo manejar la crisis. Qué pensar de aquellos que han vivido problemas mayores de jugadores embriagados, de accidentes automovilísticos, de escándalos en discotecas y muchas cosas más... Tampoco ha habido mano dura administrativa. Lección aprendida, pero no aplicada: En estos casos, el silencio es rentable y la mano tibia no funciona. La reputación no es un juego.
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