Mi hijo Miguel tiene cinco años y está en una
escuela de fútbol. También está en natación y el año pasado estuvo en tenis. En
su entorno escolar no escapó a la “jamesmanía” del 2014 y pidió entrar al deporte de multitudes. Ahí
va, aprendiendo, disfrutando, gozándose cada clase. Yo simulo leer al tiempo
que observo en silencio cada uno de sus ejercicios. Sí, como si estuviera
metido en la lectura. El grupo es de 15 y debo confesar que soy uno de los
pocos padres que guardo silencio. Los demás gritan, vociferan, dan indicaciones
y hasta regañan desde el mismo rincón en el que me encuentro. En medio de esa
escena pienso en algo que alguna vez dije en una jornada de capacitación del
Ponyfútbol: “el peor problema del fútbol son los papás”.
La afirmación suena dura y hasta podría contradecir
algo que también he dicho y escrito varias veces: “sin padre de familia no hay
deportista”, haciendo referencia al abandono que tiene en Colombia el deportista
en formación, el de las categorías menores, esos infantiles que de los 6 a los
11 años visten con orgullo sus primeros uniformes del departamento pero que
compiten de cuenta del bolsillo y esfuerzo de sus padres. Los institutos
departamentales “guardan” el presupuesto para los juveniles y mayores “que son
los que dan medallas verdaderamente importantes” (la frase me la dijo algún día
uno de esos dirigentes miopes que poco conocen del deporte, pero que viven de
él). Obviamente, no me refiero a ese tema, del que ya escribí alguna vez en
este mismo medio.
Sé que los entrenadores y maestros de las escuelas
y semilleros de fútbol entienden bien mi planteamiento de hoy; y también sé que
algunos señores se van a incomodar. La verdad es que viendo las clase de mi
hijo, y viendo como lo hago el fútbol de las categorías Pony, sub 14,
prejuvenil y juvenil en los torneos de la Liga en mi departamento, puedo
decirlo sin exageración: “los papás no dejan”. Se transforman en parlantes
permanentes, cuando no es que se enojan y quieren imponer desde una reja o una
tribuna una autoridad que no tienen en una clase o en un partido. Está bien que acompañen, que estén pendientes
y que apoyen, para eso estamos los papás. Pero eso de querer dirigir y mandar, eso
de querer que el hijo sea el Messi o el James del futuro, eso de creer que el
técnico no le ve al hijo las condiciones que tiene solo son muestras de
impotencia, de ignorancia, o de ilusiones y fantasías absurdas en la que se
montan los papás. Así de sencillo.
Tal parece que la “Jamesmanía” también contagió a
muchos papás, que se creyeron el cuento de que en cada esquina de Colombia hay
uno como el 10 de la selección. De cada 1000 que pasan por escuela de fútbol, 1
llega a ser profesional, y no
propiamente en el Real Madrid. Es una lotería. Juéguela, pero no deje que su
vida dependa de ganársela. Si los papás
no dejan, el niño no aprende, y peor, no disfruta. No nos engañemos ni
engañemos más a los niños, no los presionemos. Ellos tienen derecho a disfrutar
de una vida social y a construir su propio futuro. Tienen derecho a que les
guste el fútbol, como a mi hijo Miguel, o a que no les guste, independiente de
si son buenos o no para el juego. Son niños. No seamos nosotros el problema.
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